Los antiguos indígenas originarios de América sabía que todas las formas de vida, desde las nubes hasta los árboles o el búfalo que vagaba por las grandes praderas, eran muestras efímeras y agitadas de energía. Esta concepción se remonta a los tiempos más remotos y está presente en las culturas de todo el mundo. Es uno de los conceptos más básicos de las culturas indígenas. Nuestra concepción actual de que el universo está fijo e inmóvil contradice notoriamente esta percepción fundamental.
Toda forma de vida es energía. Nosotros estamos inmersos en un océano de energía. La energía que nos rodea fluye y se mueve en corrientes incesantes y siempre cambiantes a través del tiempo y del espacio. Los físicos reconocen que los átomos y las moléculas que forman todas las cosas se encuentran en constante movimiento. Bajo la superficie de los objetos fijos, que coexisten en un flujo lineal de tiempo, existe una realidad distinta: la de la energía que se arremolina, adquiere forma, se disuelve y se aglutina a la vez. El mundo es una danza entre las dos fuerzas opuestas y no obstante armoniosas del universo: el yin y el yang, el misterio y la forma. El mundo que nos rodea y que está dentro de nosotros es una interacción de estas pautas de energía en relación siempre fluida. La energía fluye y refluye a nuestro alrededor, más allá de las limitaciones del pasado y futuro. Nos encontramos en una tragedia atemporal e infinita, pero configurada según un patrón, de luz y oscuridad. En la base de este movimiento existe un orden cósmico. Hay una armonía innata inherente a toda forma de vida, así como existen oleadas de energía y electrones palpitantes que hacen existir y dejar de existir.
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